miércoles, 25 de marzo de 2009

MIÉ

DIOS ES,
CADA PUNTO SEGUIDO DE PUNTOS,
DESDE CADA INFINITO.
MIÉ No lo supe antes de morir. No imaginaba tanto. Es un lugar más bien cómo un estado del espíritu (muy lejos de la sensación memoriosa de un costado izquierdo que se abre y un infierno en el que jamás creí) Pasé por mi muerte de una forma tranquila, algo alborotados los costados de mi cama y todo eso que suele suceder cuándo queda el cuerpo cómo si no tuviera vida. Nada lloré separada de mí, pero los vi a todos de una manera que después no se recuerda. Un rato nomás, después apareció Mié. No es fácil encontrarse con Mié. Mié parece una sonrisa plena desde siempre. No hay sensación de curiosidad. Es difícil quedarse con Mié. Uno elige las tareas que quiera, música, pintura, poemas, todo a través de la luz. (No se escriben novelas con luz). Los poemas describen casi todo, matemáticos algunos, y tan bellos… porque todo se entiende. La luz es sólo una como mirar bajo el agua en la profundidad clara. Acá ya no hay cosas, son miles de luces (no imaginables). Hay un segundo en la tierra que puede parecérsele cuando ese sol tan nuevo quiere dar la vuelta, cuándo aún existen los últimos contornos. Acá lo necesario no se espera, se presenta. Y Mié se presentó. Me deslicé más cerca, (acá la distancia no cambia la perspectiva), levanté los pies, (que no sé si tengo) sentándome sobre ellos –es una postura que extraño- y el asiento también replegó las patas. Nada en este cielo se usaba sin sentido. Mié con un solo movimiento desplegó en pantalla la vida mía, separada en dos columnas los hechos y las intenciones. Una quedó mirando hacia mí, la otra hacia Mié. - No puedo Mié, extraño… extraño los olores. Puedo escribir casi todo, a ellos no puedo llegar... - Se sabe todo. Pero también puede entenderse-dijo desde su sonrisa cúbica- Vas a volver como la mujer que eras pero por mucho más tiempo. -¿Cómo todos? - No hay otra forma. - Estoy lista, -contesté- gracias. Quise usar una palabra amiga pensando en cómo estirar las manos pero no se sabe el género de Mié. No se hacen gestos, la luz se encarga de todo. Por un momento hubiera preferido el Dios que imaginaba, pero de eso también se daba cuenta sin dejar de sonreír. Llegué a una casa de las afueras a las siete de la tarde con un clima agradable. Un cuerpo fuerte me pusieron y una edad que a este barrio no le importa. La información de mi cerebro no es problema, no existen fugas ni fallas. No hay posibilidad de contradecirse. - Buenas tardes -al que me abrió la puerta- Encantada- es lo que aquí se dice. - Pase por favor. Vamos a acomodar sus cosas y después la presento. Sígame por acá. Por un pasillo olor a café y olor a tostadas y sentí que bailaban conmigo. El cuarto al que entramos era lindo, equilibrado con colores hueso. Unas flores blancas, ¡jazmines!, sin duda. En un hábito dejé la bolsa sobre mi cama. Bolsa chica. No usamos muchas cosas. Podemos usar otros materiales que no se gastan con nada, inmunes al siglo en el que estoy entrando por segunda vez. Se evita con eso el tema del dinero corriente y la reposición de cosas que en los próximos siglos van a saber dolorosamente los tenebrosos consumidores de la industria desaparecida. Inspiré aire y el sabor del cansancio. Y después bañarse y el olor del agua. Y después, acá se puede imaginar un después y temerle. Creo que también extrañaba el olor del miedo. Empecé la vida predecible, una forma de tiempo minuto, de segundo final de la última hora, cuidando por mandato y amor esos enfermos terminales (seguramente para desistir mi idea de convertirme en una mortal numerable). Cada vez que terminaba un trabajo la ley de gravedad pesaba por mí. Lo único que quería era quedarme respirando lo que se huele en la tierra. No hay olores en el cielo de Mié. El miedo tiempo se hace difícil cuándo se quiere otra eternidad. Paso las noches buscando contra la almohada algo que pudiera despistar a Mié, algo que se le hiciera confuso leer sobre esas enormes columnas blancas. No creo que lo encuentre y las gotas de agua huelen también sobre las sábanas. Pregunté solamente si Mié era capaz de salir de mis pensamientos el mayor tiempo posible. Algo femenino ha de tener porque de esto hace casi tres siglos, tierra, y yo la huelo. Mercedes Sáenz

sábado, 7 de marzo de 2009

LOS DUENDES DE MARZO


LOS DUENDES DE MARZO



Todas las mañanas, los árboles como mil soldados, en filas perfectamente alineadas, con sus uniformes verdes, ya sin casco ni visera, la tierra negra tapaba parte de los tobillos y de sus botines, de pie, mirando el cielo. Acariciando el suelo.
Pasaba el sol como un sigiloso espía, recorriendo uno por uno las ramas, para ver cuantas hojas secas se amontonaban a su alrededor, controlando cuántas se había llevado el viento.
Cada tanto, como único cofre transportador de ofrendas, una niña juntaba con las manos, a veces con parte de su vestido hecho una cuna, “los palitos” – decía – juntar muchos, para cuando llegara el invierno y las paredes de la casa, cambiaban de color y no protegían del frío.
¿Cuántos quedarán vivos, en el medio de estos bosques, a mediados de marzo?
Enteros todavía, como a los pensamientos, las luces y las sombras, jugaban, detrás de éste, después de aquél, haciendo figuras bailarinas, nunca durante sus paseos el sol se quedaba quieto, mientras ella miraba para arriba.

La niña oía hablar en las mesa, de desparecidos.

-¿Quiénes desparecen pa? No falta nadie en el pueblo.

Esa noche cumplía años su madre. Con su mejor vestido blanco, las trenzas recién hechas, con las manos alisando las arrugas, cuando la luna estaba muy alta, se miró los cordones para ver prolijos su zapatos y salió a juntar ofrendas.

Estalló tanto ruido. Los árboles parecían cambiarse de vereda, agazapados, con enormes caras negras que les tapaban los ojos. Ningún pedazo de sol traían
Contra un árbol ancho se quedó sentada, acurrucada y quieta, como una paloma escondida.
¿Qué se llevan de su pueblo? Le asustan estos duendes…
Cuando las luces volvieron y ella regresó a la casa se peguntaba de qué hablaba su papá. Los duendes no se habían llevado nada. No fue porque hiciera ruido, si hizo callar a una iguana.

Los árboles estaban todos, paraditos de pié, en filas perfectamente alineadas.

Eran unos días después del 24 de marzo y la niña no encontró a nadie al volver a su casa.
De sus vestido doblado en el regazo se le cayeron las manos y los palitos y una piedra naranja. Papá decía… nada se le tira a los duendes, son mágicos y amables.

Nunca le dijo dónde buscar a los duendes que dieron vuelta su casa.


MERCEDES SAENZ